Mi luto en azul

Tras la muerte de mi mamá, encontré un nuevo significado en mi color favorito de siempre.

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Desperté esa mañana de mayo en un mundo en el que mi mamá ya no existía. Un mundo injusto. Mamá murió “allá”, en el país donde nací, Venezuela, mientras yo estaba “aquí” en Canadá, el país que me adoptó. 

Habían pasado siete años desde la última vez que nos abrazamos. Desde que llegué aquí, nunca he vuelto a visitar mi país. No ha sido fácil: primero está la crisis política y humanitaria que afecta a Venezuela. Después llegó la pandemia. Y todo se volvió demasiado complicado.

No tenía la mejor de las relaciones con mi mamá. Pero desde que enfermó de demencia, hace un par de años, he estado trabajando muy duro en terapia, para sanar mis asuntos pendientes con ella, e hice todo lo posible por acompañarla. Hablábamos con frecuencia, lo mejor que podíamos: del clima, de nuestras galletas favoritas, de las hazañas de su nieta, de libros de colorear.

No es que me sorprendiera cuando mi hermana me llamó para darme la noticia. En cierto modo, me había estado preparando para este día. Pero ¿cómo puede uno estar preparado?

Fui a vestirme. No estaba apurada. No es que tuviera ningún lugar adonde ir. Aparte de mi esposo y mi hija, no había familiares a los que abrazar, condolencias que recibir, trámites que hacer. Sin embargo, todavía había que tomar decisiones prácticas, como pensar en qué ponerme. Un acto muy simple, pero cargado de significados.

Fue entonces, ante el clóset abierto, que entendí: “estoy de luto”. 

Uno cree que escoge cuáles costumbres va a seguir y cuáles descartará ante un momento como este, hasta que le toca enfrentarlo. Solo entonces puedes entender qué es lo que sientes y lo que necesitas hacer. 

Esa idea católica del luto, de vestir de negro cuando un familiar cercano muere, es un concepto que hasta entonces me parecía una cosa de abuelas mediterráneas. Algo que, si bien respeto en quien lo lleva, nunca pensé que tendría resonancia alguna en mí. 

Cynthica y su mamá, Dosibel, en 1975

Cynthica y su mamá, Dosibel, en 1975

Pero allí estaba, buscando qué usar ese día, cuando descubrí que los colores pueden llegar a dolerte. No es que mi clóset sea ningún paraíso tropical, pero en ese momento el amarillo, el naranja, incluso el verde, se sentían entonces como una fiesta a la que yo no estaba ─ni quería estar─ invitada. Tampoco quise vestirme de negro, porque una vez más, esa nunca he sido yo. Puse los ojos sobre una camisa azul claro que siempre me ha gustado, y que se sentía como la única cosa que podía llevar en ese momento. 

“Será azul”, me dije sin pensar mucho. 

Me puse esa camisa, y un suéter de cashmere azul oscuro. Y enseguida me sentí abrazada por una suerte de tranquilidad. Digo “suerte”, porque obviamente un color no es suficiente en ese momento, cuando tu mamá se acaba de ir para siempre y tú escuchas su voz llamándote en los sueños, Cynthica, justo antes de despertarte. Ni siquiera tu color favorito puede tener ese efecto. Pero durante estos meses el azul me ha devuelto algo de esa tranquilidad perdida. 

Desde ese día lo he buscado a propósito, como esa cobija que te echas encima en un día de mucha nieve, esa taza especial donde el café sabe mejor. Eso que hace una mamá por ti cuando sabe que no estás bien.

Desde ese día lo he buscado a propósito, como esa cobija que te echas encima en un día de mucha nieve, esa taza especial donde el café sabe mejor. Eso que hace una mamá por ti cuando sabe que no estás bien.

Recordé un libro que me regaló hace años un amigo, y que esperaba este momento para ser leído: Bluets, de Maggie Nelson. Una serie de poemas sobre el azul y sus muchos significados y también, de algún modo, sobre el duelo. 

Sentí que me leía a mí misma en algunos de esos fragmentos azules, mientras mi hija jugaba en el parque, sin saber nada de lo que yo estaba pasando.

Hace tres meses que mi mamá murió. Todavía ahora me refugio en ese azul que llevo encima. De hecho, se ha convertido en mi compañero. Sus distintos matices me dan acceso a diferentes sensaciones, que se despiertan con sólo verlos en el clóset: uno que me refresca, uno que me calma, otro que me estimula, uno que me hace sentir bonita. Encuentro nuevos azules en la misma ropa, las mismas cosas que llevo años usando, ignorante de toda la magia de la que son capaces. 

El duelo puede hacerte redescubrir significados. Es uno de esos momentos en los que tienes permiso para aferrarte a algo. A buscar esa protección que de algún modo se ha desvanecido con la muerte. Pero las cosas simples, incluso las que siempre han estado allí, terminan convirtiéndose en amuletos que te mantienen en pie, que te hace sentir que todo esto tiene que tener algún sentido. 

En mi caso ese amuleto es el azul. Me gusta pensar que no me estoy aferrando a un objeto específico, como los zarcillos favoritos de mi mamá o su eternamente navideño foulard, sino a muchos, y que siempre me será fácil encontrarlo a mi alrededor cuando lo necesite. En el cielo, en el agua, en esos pájaros o mariposas cuya belleza me parece imposible. En cualquier trozo de vidrio o fragmento de un juguete roto que se te cruza en una calle. Un amuleto infinito y omnipresente para pensar en mi mamá, y en lo que me une a ella.

A menudo le digo a mi hija que, cuando yo no esté más por aquí, ella solo tendrá que sentirme en su corazón y que allí voy a estar siempre. Sé que mamá está en el mío. Pero ahora que tengo esta compañía para vivir sin ella, empiezo a pensar que también se la voy a pasar a mi hija. Porque a veces es más fácil mirar hacia afuera para recordar lo que está adentro. 

Cynthia Rodríguez es periodista y la fundadora de UpaUpa Español. Vive en Montreal, Canadá.

Lee la versión en inglés aquí.

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